Qué linda es la lluvia
El aroma a tierra mojada me hace volver a mil novecientos ochenta y seis, cuando a mi hermano y a mí ese olor nos anunciaba una tarde divertidísima saltando entre los charcos de las calles sin pavimento y la posibilidad de quedarnos en casa la siguiente mañana si la escuela se inundaba.
Me recuerda aquel huracán dominical que amenazaba nuestra casita, cuando mamá nos llevó a refugiarnos en la casa de la vecina con todo y la tele Philips blanco y negro de doce pulgadas. Me recuerda su cara de angustia y luego su sonrisa de alivio cuando, horas después, el radio de baterías anunció que el huracán se desviaba.
Me recuerda el beber café con leche y tortillas de harina envuelto en una toalla. Dentro de unos años, probablemente me recuerde la noche de hoy, cuando me senté en el porche con Andrés, mi hijo, a ver llover. Me recordará su voz emocionada y espontánea cuando corrimos a la tienda a comprar galletas mientras el agua helada nos caía en la cara:
—Papá, qué linda es la lluvia. —Si hijo, es muy linda.